Relato Verídico
La escarcha de la mañana blanqueaba los postes del alambrado. Pendían agujas de cristales, señalando los secretos de un triste y largo mechón gris que chorreaba enredado entre las púas. Gotas heladas, o frías lágrimas de tanto dolor guardado, mojando la paciente tierra, como un pañuelo que consuela. El misterio era una señal que sugería al peregrino, amarga tragedia.
De baja talla, delgado, nariz afilada, pequeños ojos negros entornados, la mirada perdida, ausente. Sin embargo, por el brillo de sus pupilas, se percibía que escudriñaba su alrededor, amparado por el ala del sombrero. Dalmasio no demostraba su carácter, más bien parecía un típico paisano, sumiso y solitario.
Era agricultor. Vivía con su esposa y varios hijos. Celoso, las mujeres no podían salir del campo; nadie podía visitarlos. Los varones: sus peones.
Cuentan que su avaricia llegaba a tal extremo, que solo probaban la carne, si algún animal moría por accidente o enfermedad.
Después de la cosecha, el mayor premio para la familia, era poder ir a la ciudad. Cargaban los carros con bolsas de trigo. Las mujeres, cabalgaban en fila, llevando las riendas con la mano derecha. La izquierda, esgrimida, llevaba un recipiente con nata, que, al batirse en el galope, cuajaba y llegaba transformada en manteca a venderse en el mercado. Para comprobar la calidad del trigo, con una cuña se calaba cada bolsa. Muchas semillas se dispersaban en el suelo. Hecho el trato de venta, él las recogía.
―Este triguito es mío. ―Y lo cargaba de nuevo al carro.
Todos los hijos, hábiles como su padre, lograron irse lejos de su influencia, escapando de la avaricia, y otras maldades. Porque, además de avaro, era bastante mujeriego, y mujer que le gustaba, no tenía empacho de traerla a la casa, sin menor decoro o respeto por el sentimiento herido de su familia.
La esposa, callada y sumisa, consentía tales devaneos, como si no le importara. Hasta que su corazón destrozado, dejó de latir.
La sepultura fue apenas una elevación de tierra con una cruz de hierro. Luego compró una placa con el nombre grabado, pero no conforme, la hizo cambiar por otra de reluciente bronce. Después, un nicho. Muchas fueron las idas y venidas.
―Mire don, decídase de una vez, usted me ha cansado haciendo tantas lápidas y siempre regateando el precio. Ésta es la última que hago ―dijo un día el marmolista.
―Fue una buena esposa, supo tolerar cuando yo llevaba otra mujer. ¿Sabe una cosa? Quiero ese mármol blanco como la nieve de su alma, talle su rostro en él, y con letras doradas póngale no más que yo la amaba.
La prosperidad de sus cosechas fue creciendo, así como su tacañería.
Sin familia, su casa fue convirtiéndose en tapera. Conseguía algunos peones a cambio de comida, y siempre alguna mujer rondaba su cama. De madrugada, speón,alía raudamente con su pala, a enterrar en diferentes lugares, tarros con dinero.
Cierta noche, bajo cielo abierto, la grasa de la carne chirriaba asándose en el fogón. Dalmacio, sentado a horcajadas en un rústico banco. El peón, esperando algo de comida, garabateaba con un palo en la tierra polvorienta. Una mujer desgreñada y harapienta, cebaba mate y revolvía los humeantes chicharrones.
Silencio. Nada para decir, almas vacías, pensamientos torturados. Por única luz, la luna que jugaba a esconderse entre negros nubarrones, y las chispas de la leña salpicadas por las gotas de grasa.
De pronto, un fuerte ladrido de perros. Cuatro caballos relinchando en la llanura y los cascos golpeando con furia. Cuatro bandoleros, arremetiendo con saña y sin piedad. Casi sin darse cuenta, él cayó, y su cetrino rostro volteó el brasero. El mango del puñal clavado en la espalda brillaba con reflejos de sangre y de fuego. Más allá, el peón, con sus ojos muy abiertos miraba sin mirar el cielo. Cuatro hombres, cavando aquí y allá, buscaban los tarros con dinero. Los caballos resoplando, el aire muy quieto, la mujer, sin un gemido, sin un lamento, se hamacaba sentada en el banquito, con las manos entrelazadas apretando su regazo.
Cuatro caballos galopando en la llanura se alejaban de la tragedia. La tierra, también herida por los desesperados hoyos hechos, guardaba silencio, convirtiéndose cómplice de la avaricia del viejo. Ningún tarro, ningún dinero.
Años después, se comentaba que una loca rondaba el campo. Y en las noches de luna, con sus cabellos flotando al viento, su cuerpo desnudo corría por los pajonales y aullando como una loba herida, se desvanecía.
En el silencio del amanecer, sobre los alambres de púas, aparecían flameando sus mechones blancos. –
Fin
Estela Foderé
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