No tenías el paso cansino.
No te pesaban los años existidos.
Caminabas por la vereda
esbelto, imperante y altivo.
Acomodabas tu gorra con elegancia;
escondías tímidamente el bastón,
saludabas con amplia sonrisa,
y todos te rendían pleitesía.
Tus manos ajadas llevabas en la bolsa,
con pícara sabiduría,
los manjares anhelados
que el médico había prohibido.
¿Por qué habrías de privarte
de degustar con ansias
los placenteros sabores
que reinaban en tus postreros días?
Sentado en el sillón del jardín
contemplabas el viejo limonero
que tus manos plantaron un día,
y con regocijo olías y acariciabas
el precioso fruto amarillo.
Estabas hasta la madrugada
la luz encendida de tu habitación.
Te pasabas leyendo libros no leídos,
devorando las páginas
con la avidez de un niño.
No querías dilapidar los tiempos,
ni dejar pasar momentos,
perdiendo sabidurías no conocidas:
temías que tus ojos se rindieran un día.
Platicabas apurado, sin detenerte,
relatando tus vivencias pasadas
y las recalcabas una y otra vez,
para que no quedasen en el olvido.
Era como si de pronto temieras
que, con 90 años, el silencio te invadiera.
A veces callabas, perdida tu mirada,
tu mente vagaba por recuerdos vividos.
Autor: Estela Foderé
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